Hace ya unos cuantos años, cuando todavía era una niña,
acompañé a una amiga de aquel entonces a los baños del colegio. Dos chiquillas
enormes se encararon con ella y nos impidieron el paso. A ella porque, según decían, parecía un chico; a mí porque, al salir en su defensa, me llamaron perro
guardián. Obviamente no tenía posibilidades contra ellas si decidían pasar a
las manos, pero no era algo que me preocupara, así que le abrí paso y las dos
grandullonas nos miraron atónitas, sin tomar represalias. Tal vez no se lo
esperaban. Tal vez hablaban demasiado y hacían muy poco.
A lo largo de mi infancia conocí a muchos niños y niñas cuyo
buen trato me sorprendía y me agradaba, y por ello procuraba mantenerme a su
lado y defenderles en todo momento. Trataba de mostrar mi gratitud por
concederme su amistad, aquel preciado tesoro que tanto me costaba encontrar y
que rápidamente se esfumaba entre mis dedos, pues a menudo los niños y los no
tan niños se desechan a quien tan diferente parece. Nunca he sido azul, pero
tampoco era muy divertida, o no me gustaba jugar a las princesas, o simplemente
decía que algo me parecía mal cuando así era, y parece ser que esto siempre ha
sido, es y será motivo suficiente para recibir rechazo.
No obstante, con los años he aprendido que las personas vienen
y van, pero que yo tengo que vivir conmigo misma. Por ello he preferido
mantenerme fiel a mis convicciones, ateniéndome a las consecuencias que esto
tiene. Es algo que a veces me hace sentir un poco sola, pero que a la vez me
hace pensar que quien verdaderamente me aprecia, lo hace por todo lo que soy y
por lo que pienso, sin que tenga que adaptar mis opiniones para encajar en
ninguna parte. Y no siempre es fácil aceptarlo, o me pregunto cómo sería mi
vida si yo hubiese sido de otra forma. Pero, ¿sabéis? No es algo que haga a
menudo. No le veo mucho sentido a pasar el tiempo haciéndome preguntas
hipotéticas sobre lo que hubiera podido ser. Lo que cuenta es lo que soy.
Sin embargo, a veces me digo a mí misma que desde luego las
cosas serían más fáciles teniendo otro tipo de mentalidad. Esta idea me viene a
la cabeza en especial cuando me encuentro en una conversación en la que
pronuncio la palabra lealtad con absoluto convencimiento y como respuesta me
encuentro con risas. No es algo que me sorprenda en absoluto, pero cuando me
encuentro con afirmaciones tales como “la lealtad es para los perros”, “son los
perros los que tienen que ser leales a su amo”, “es que oigo lealtad y pienso
en caballeros andantes”, es cuando me doy cuenta de que hay cosas que nunca
cambian. Pienso en los niños que se prometían amistad eterna y se humillaban al
día siguiente y en quienes, a pesar de haber dejado de ser niños hace tiempo,
siguen haciéndolo. Pienso en la cantidad de personas a las que tanto les cuesta
delatarse para defender a alguien a quien aprecian. En quienes no toman partido
en una situación para no ser marginados por el resto. Sé que son cosas que
resulta difícil hacer en según qué momentos de la vida, que no todo es tan
sencillo como cuando éramos pequeños... pero hay ocasiones en las que tenemos
que elegir, en las que no podemos tener el beneplácito de todos los que nos
rodean.
A veces hemos de valorar realmente lo que tenemos y decidir al lado de
quién tenemos que permanecer. A veces tenemos que arriesgarnos a perder a
alguien, o a quedarnos solos. Y no, nunca es fácil ni agradable. Ni nos van a
recordar por ello como personas valientes. Lo que piensen los demás es lo que
menos habría de importarnos, precisamente, aunque está visto que esta no es la
opinión más extendida. A veces tenemos que hacer cosas por nosotros mismos o por otras personas que no nos gustan, y es una cuestión de lealtad. Porque la lealtad no es
sólo algo propio de los perros, lo que pasa es que muchos parecen haberlo
olvidado.