Un día cualquiera, saliendo de una enorme estación de tren,
pensé en cuánto me recordaba el ambiente de allí a la propia vida. El constante
ir y venir de las personas, tengan la edad que tengan. Caminan apresuradas,
mirando el reloj, esquivando a quienes vienen en dirección contraria. Subiendo y
bajando escaleras con más o menos esfuerzo. Corriendo para no perder los trenes
o esperándolos con desánimo. Hablando, hablando de mil cosas. A veces, un
pequeño tropezón o el hecho de preguntarle a alguien la hora supone el inicio
de una conversación con quien hasta entonces era un extraño. Se producen
encuentros, a veces agradables y a veces no tanto, con viejos conocidos. Tienen
lugar despedidas y recibimientos. La vida sigue su curso día a día, en los
andenes, en los bancos, en las entradas y en las salidas.
La metáfora de la estación y la vida se me había ocurrido en
otras ocasiones, como supongo que les ha pasado a muchas personas. Pero hasta
ese día no me di cuenta de lo cierta que era. Tal vez había llegado el momento
de aceptar que es posible y, por desgracia, más común de lo que se piensa, que
se quiebren de la noche a la mañana amistades que han tardado años en forjarse.
Amistades que uno piensa que son sinceras y que pueden durar toda la vida, pero
que un día se vienen abajo y se descubre que tras ellas había cientos de
rencores de los que ni siquiera se tenía noticia. Y, aunque la reacción más
sencilla y predecible es sentirse contrariado, enfadarse y tener ganas de
gritar… por injusto que nos parezca, no se puede hacer otra cosa que
asimilarlo. No hay por qué olvidar todos los momentos bellos que nos rodearon,
no hay por qué detestar a la persona con la que crecimos ni destruir todo lo
bueno que hizo por nosotros. Sólo podemos aceptar que esa persona ha decidido
no seguir caminando a nuestro lado y partir hacia el siguiente tren. Habrá
nuevos recuerdos en otro momento, con otras personas, pero los habrá.
Y en nuestros viajes, seguimos encontrando gente. Hay
personas que a veces aparecen en nuestras vidas durante un corto período de
tiempo, pero siembran en nosotros una semilla que crece un poco cada día, y que
allí se queda durante meses, años o incluso hasta el fin de nuestras vidas. Tal
vez no volvamos a saber nada de aquellos que nos dirigieron una mirada, una
palabra o una lección, o tal vez sí. Lo asombroso es que en una estancia tan
corta hayan sido capaces de enseñarnos tanto. Por ejemplo, hace algunos años me
reencontré con un conocido con el que hasta entonces no había tenido
oportunidad de conversar demasiado, pero en aquella ocasión mantuvimos una
interesante charla sobre cómo habíamos cambiado a lo largo del tiempo. Entonces
me dijo:
“He descubierto que la amabilidad abre muchas puertas”.
Y hoy sonrío cuando recuerdo sus palabras, porque pienso en
la razón que tenía. Crezco con su enseñanza, con las de todos los que han
pasado y pasan por mi vida cada día. Sigo mi camino de acuerdo a mi conciencia,
esa vieja compañera que tantos quebraderos de cabeza me trae pero que de vez en
cuando me hace reír cuando me doy cuenta de que, aunque cada vez se me da un
poquito mejor tratar a los demás, sigo siendo igual de testaruda que siempre.
“Cien veces caído, cien veces me levanté;
no dudo en continuar sin mirar atrás.
Cien veces maldito, cien veces por caminar;
siguiendo mi camino y el de nadie más.”
(Avalanch – Cien veces)
no dudo en continuar sin mirar atrás.
Cien veces maldito, cien veces por caminar;
siguiendo mi camino y el de nadie más.”
(Avalanch – Cien veces)